Algo no estás haciendo bien

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¿Sigues enfermo? ¿No tienes dinero? ¿Las cosas no salen como quieres? Algo no estás haciendo bien. El universo es una fuente inagotable de abundancia, cuya llave de acceso es el pensamiento positivo que, a su vez, es una energía transformadora que todo lo puede.  Así se resume la doctrina del pensamiento regente que reduce la felicidad, salud, éxito y destino a una elección consiente de “pensamientos buenos”. 

El pensamiento positivo se mezcla y confunde con el optimismo. El pensamiento positivo es una resignificación que califica todo evento (o parte de él) como favorable. El optimismo es una expectativa consiente que proyecta un mejor futuro basándose en condiciones propicias del presente. Ambas posturas ayudan a reconocer recursos propios y alientan la motivación para enfrentar mejor los desafíos, pero se vuelven problemáticas cuando niegan la realidad, exageran la relación de variables, distorsionan causas y efectos, y se sostienen en sesgos de confirmación. El pensamiento positivo como consenso cultural o doctrina, se ha convertido en criadero de esas fallas de razonamiento.

Si bien hay suficientes indicios para establecer correlación entre la psique y la salud física, aún se encuentra en ciernes los estudios para entender fehacientemente el alcance, las condiciones y la naturaleza de la misma. La doctrina del pensamiento positivo hace un reduccionismo al sostener que pensar positivamente incide de manera contundente en la recuperación de la salud, incluso en las dolencias más graves. Esta afirmación sugiere que cada individuo enfermo tiene en sus manos la sanación. Se incrementa entonces la angustia; se reprimen sentimientos naturales propios del duelo como el miedo y la ira y aumenta el sentimiento de culpa. Las personas han dejado de padecer enfermedades, ahora se conciben como guerreros enfrentando una batalla en el terreno íntimo de sus pensamientos y emociones. La muerte ha dejado de ser parte de la vida. Ahora se piensa como la derrota de soldados que no dieron el ancho.

La noción de que el pensamiento tiene injerencia en la salud no es nueva. Uno de sus antecedentes se dio a mitad del siglo XIX con Phineas Quimby, fundador del movimiento “Nuevo Pensamiento”. En ese entonces la depresión era denominada como neurastenia y se consideraba una falla de los nervios. Condición que se volvió pandemia, quizás por la moralidad excesiva de la época. El fracaso de la medicina convencional para tratarla dio lugar a explorar nuevas alternativas de tratamiento. Quimby empezó a ganar popularidad con charlas que producían buenos resultados, cuyo mensaje consistía en que el pensamiento da origen a las experiencias y visión del mundo.

Ponía énfasis en la actitud mental positiva, la meditación y ejercicios de afirmaciones. Más adelante, con el auge de la investigación científica, la medicina fue ganando terreno en el tratamiento de muchas dolencias en los que este enfoque no conseguía resultados.

Los principios del ‘Nuevo Pensamiento’ se trasladaron al ámbito económico. Surgen libros clásicos de la literatura de autoayuda como “Piense y Hágase Rico” de Napoleón Hill, publicado en 1930 y “El Poder del Pensamiento Positivo”, de Norman Vincent Peale en 1952, con ideas aún vigentes. Inicia la construcción de una nueva percepción del trabajo y el ocio pierde atributos y lugar. Surgen términos como autorrealización, ligados al éxito, cuyos símbolos se relacionan con el poder adquisitivo; junto a ello, síndromes como el ‘burnout’ producto del desgaste emocional y mental por acortar la insalvable distancia entre los ideales y la realidad de la vida laboral. Una distancia que para el pensamiento positivo solo es cuestión de actitud, motivación, creatividad y esfuerzo. Minimiza así el efecto de los factores externos, como si no fueran determinantes en el resultado de los esfuerzos.

En los ámbitos laborales, las quejas o cuestionamiento son percibidos como problemáticos. Los empleados inconformes son acusados de fallas de actitud, pasando por alto posibles condiciones de trabajo precarias o de abuso. El desempleo se reinterpreta como un campo nuevo de oportunidades.

Entre las exacerbaciones del pensamiento positivo, surge la llamada ‘ley de atracción’, formulada por otro de los pioneros del ‘Nuevo Pensamiento’, William Walker Atkinson. Fue a través del libro de Rhonda Byrne, ‘El Secreto’, publicado en 2006, que toma popularidad. Esta creencia sostiene que los pensamientos positivos son capaces de atraer amor, abundancia y éxito, mientras que los negativos convocan todo lo malo. La exacerbación irracional de esta postura se pone de manifiesto en las declaraciones de la autora en un programa de radio, donde sostuvo que el tsunami del sudeste asiático ocurrido en 2004, (murieron más de 260.000 personas), fue propiciado por la cantidad de vibraciones negativas envidadas al universo por la gente de esa zona. En México tenemos nuestras propias exponentes. Sofía Niño de Rivera, Martha Debayle y Bárbara de Regil adjudicaron la razón del temblor de 7.7 grados registrado el 19 de septiembre del año pasado, a las energías manifestándose por la ley de atracción, quizás invocada por los simulacros. Ya podemos imaginar las conjeturas de los seguidores de estas ideas, sobre el reciente y lamentable temblor en Turquía y Siria.

Los postulados del pensamiento positivo atentan contra la posibilidad de cuestionar el sistema que administra nuestras vidas, pues niega sus problemas estructurales, atribuyendo todo inconveniente a limitaciones y deficiencias psicológicas personales. El aumento incesante de la desigualdad y la falta de movilidad social se percibe como un problema de conformismo y negatividad individual. Estamos obligados a ser felices o condenados a ser culpables por no sobreponernos a las dificultades, lo que nos tiene obsesionados con corregir nuestras “fallas” psicológicas, obstáculo para alcanzar todo lo que deseamos. Una dinámica de sumisión perfecta donde somos nuestros propios opresores.

El camino hacia la felicidad deja de ser el bienestar común, para convertirse en una lucha interna basada en la represión y satisfacción cosmética, sin lugar para la revolución como único proceso real de transformación de condiciones, donde es necesario el conflicto. La negatividad entendida como contraposición y uno como defecto de personalidad.

No se trata de pensar positivo para incidir en la realidad, sino aprender a adaptarse a ella teniendo distintas alternativas para entenderla. La felicidad cosmética del pensamiento positivo no es la edificación de una construcción sólida para incidir en el mundo, sino la fachada de una estructura que se derrumba ante la crudeza de la realidad que no se somete a nuestros deseos. 

Adaptarse al mundo requiere de cierto grado de negatividad, implícito en una percepción realista como mecanismo necesario para adelantarse a escenarios desfavorables y determinar los recursos para enfrentarlos. De otra manera, es imposible la supervivencia y la adaptación. Necesitamos de toda la gama emocional. No existen emociones malas o buenas. La conveniencia de una emoción la determina el contexto, no su naturaleza. Sin la fuerza del enojo y la indignación, la injusticia sería irremediable. Sin la decepción no ajustaríamos nuestras expectativas. De la tristeza pueden surgir las respuestas más profundas de la introspección. El miedo nos protege de riesgos. La culpa para rectificar cuando afectamos a terceros.

No podemos ser felices aislados en el interior de la psique personal. Nuestra naturaleza gregaria nos condicionó a encontrar la felicidad en el trabajo por el bien común, sobre todo cuando un gran número de seres humanos no tienen cubiertas las necesidades básicas para vivir, mucho menos para pensar en felicidad. En esas condiciones no hay pensamiento positivo ni deseo que alcance.

Martha Del Riego Ruiz

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