Ya duérmete, Goyo
Una explosión del Popo despertó ayer a los habitantes de la zona exactamente a las tres de la mañana. Un video captado por las webcams de México mostró la poderosa explosión, que vino acompañada por el lanzamiento de gases y de material incandescente, así como de un misterioso rayo luminoso que durante un segundo atravesó la espesa nube de ceniza.
Cada que don Goyo despierta —lo hizo por primera vez en 1994, tras muchos años de quietud— me recuerdo que vivimos a menos de cien kilómetros de uno de los volcanes más peligrosos del mundo. Lleva medio millón de años activo y es el resultado de tres erupciones que destruyeron tres volcanes previos: el Nexpayantla, El Ventorrillo y El Fraile.
La última erupción ocurrió hace 14,500 años y destruyó todo en 80 kilómetros a la redonda. De no haber mediado estas erupciones, que hicieron nacer al Popo tal como lo conocemos, los paisajes de José María Velasco serían muy distintos: al correr de los milenios, la forma de cada uno de estos volcanes fue diferente a la del Popo.
De hecho, y esto resulta extremadamente perturbador, durante cientos de miles de años el Valle de México estuvo escoltado por una forma geométricamente distinta a la de nuestro querido Don Goyo.
Durante los últimos meses, la actividad del volcán se ha intensificado. Apenas el domingo pasado una explosión que retumbó a lo largo de varios kilómetros, puso a temblar a los habitantes de Cholula y Atlixco, que viven acostumbrados a los exabruptos de Don Goyo.
Imágenes impactantes —y hay que decirlo, de gran belleza—mostraron el material incandescente que bajaba por la falda.
Cuando leí que un usuario de Facebook había puesto a la venta cenizas del volcán (11 mil pesos el kilo), pensé en un relato que el célebre Dr. Atl oyó de boca de un “malacatero” de Amecameca que se llamaba José Mendoza.
Desde tiempos de Hernán Cortés el volcán fue visto como una fuente inmensa de suministro de azufre. A fin de conseguir algunos kilos para alimentar de pólvora los cañones y los arcabuces con que iba a emprender la conquista de Tenochtitlan, Cortés envió a tres de sus soldados, Larios, Mesa y Montaño, a “que subieran por el volcán por piedra azufre”. Después de una escalofriante travesía entre piedras ardientes lanzadas por el Popo, Montaño se descolgó con un costal en la espalda y lo cargó siete veces hasta juntar unos 90 kilos.
Siglos más tarde Dr. Atl bajaría al mismo sitio y describiría una especie de lago interior, una delgada lámina de agua que cubría por completo la boca.
En 1918, según le contó el “malacatero” José Mendoza al gran pintor de los volcanes, a alguien se le ocurrió poner cartuchos de dinamita en diversos puntos del cráter, con la intención de dejar al descubierto una mayor cantidad de azufre. El capataz que iba al frente de una cuadrilla de 25 hombres hizo colocar 28 cartuchos.
Mendoza, uno de los tres sobrevivientes de aquel despropósito, le contó a Atl que las paredes del cráter, así como el suelo, se movieron como si estuviera ocurriendo un temblor: “Chorros de piedras subieron muy alto en el aire, se desparramaron y cayeron por todos lados”.
Relató: “Al poco rato empezó a soplar un viento muy fuerte que venía de arriba y que hacía remolinos tan fuertes en todo el cráter que no nos dejaban andar, y el cielo comenzó a nublarse y el cráter se llenó en unos cuantos momentos de una niebla muy espesa y empezó a nevar como yo no había visto nunca en toda mi vida de volcanero”.
Los trabajadores quedaron atrapados bajo la nevada durante cinco días, a merced del hambre y el frío. Muchos de ellos murieron sepultados por la nieve que desprendía de las paredes del cráter. Otros más perecieron de frío: “¡Qué noche, señor, qué noche…! —decía Mendoza—. El aire nos destrozaba hasta los huesos y teníamos helada hasta la lengua”.
Uno de los miembros de la cuadrilla se quedó pegado al suelo por las costras de hielo. Cuando lo voltearon y quisieron sobarle la espalda arrojó por la boca un chorro de sangre “que tiñó toda la nieve que estaba a su alrededor”. Algunos otros, que ya no tenían fuerzas ni para moverse, quedaron bajo una lápida de hielo de la que no pudieron salir por más que los otros arañaban los témpanos para sacarlos: “Yo oía salir de aquellos montones de nieve fuertes ronquidos…”. Las víctimas quedaron “como frutas cubiertas”.
“Amaneció el día 25, medio nublado, pero sin nevar. Yo confiaba que ese día moriría. Estaba recargado junto a una peña y mirando pasar las nubes pesadas sobre el cráter…. De repente oí gritos… Eran los muchachos de Amecameca que nos venían a auxiliar. Y nos sacaron, a los vivos y a los muertos, con muchos trabajos”, relató Mendoza.
Aquella es considerada la única erupción “artificial” en la historia del Popo: una mole que en cada una de sus etapas explosivas suele remover miedos ancestrales, e historias terribles como la que aquí he contado.
¡Ya duérmete, Goyo!