Viacrucis
Me convenció la idea, expresada por unos amigos, de pasar unos dÃas en el mar, “con pescados y mariscos regados con vino blanco”. Compré mi boleto con más de un mes de antelación, el 29 de febrero, a fin de anticiparme a la fiebre vacacional de la Semana Santa.
Iba a ser un vuelo de poco más de dos horas. El avión partÃa a las 10:55. Calculé que para las tres y media estarÃa regando los pescados y los mariscos con una copa de Albariño.
La noche anterior intenté sacar el pase de abordar por vÃa electrónica. No hubo manera: “Check-in no exitoso”. Un anuncio informaba que a la aerolÃnea no le habÃa sido posible asignarme asiento, y que debÃa presentarme en el mostrador de Aeroméxico tres horas antes de la salida del vuelo.
No puedo negar, como dice aquella vieja canción, que entonces tuve el fuerte presentimiento de algo fatal. Al dÃa siguiente madrugué. Sobre las ocho, con una pequeña maleta, crucé las puertas de la Terminal 2. TemÃa verla convertida en un campamento de refugiados, pero no fue asÃ: aunque arrancaba el Jueves Santo, la terminal parecÃa sumergida en un dÃa como cualquier otro.
Hice fila en el mostrador. Cuando llegó mi turno, expuse brevemente mi problema.
–Es que su vuelo ya está totalmente lleno, caballero –me dijo una señorita que no tenÃa muchas ganas de hablar con la gente, y que estaba absorta por completo en algo que aparecÃa en su pantalla.
–¿Cómo que totalmente lleno? –pregunté, con la esperanza absurda de que hubiera algún error.
La señorita respondió que la aerolÃnea habÃa sobrevendido boletos, y lo que yo tenÃa que hacer era ir a la sala de espera y pedir informes en Atención a Clientes.
Apreté el paso con la esperanza de que fuera posible hacer algo. En Atención a Clientes habÃa un joven sin muchas ganas de hablar con la gente, y que también estaba absorto por completo en algo que aparecÃa en su pantalla. Frente a él habÃa una decena de personas con el rostro descompuesto: sus asientos habÃan sido ocupados por otros, y acababan de enterarse.
Expliqué que habÃa comprado el boleto con un mes de antelación. El joven me dijo que la reventa de asientos era “una polÃtica de la aerolÃnea”, y me dio dos opciones: ir a esperar a la puerta por la que saldrÃa mi vuelo, para ver si acaso podÃa ocupar el lugar de algún pasajero retrasado o con problemas de conexión, o esperar un vuelo que saldrÃa dentro de seis horas, y en el que aún habÃa lugares disponibles.
–Tengo el boleto desde hace un mes –repliqué–, ¿y me mandan a ver si algún otro pasajero tuvo problemas de conexión?
–Si gusta le puedo ofrecer un asiento en vuelo de las tres –respondió.
Pregunté qué posibilidades habÃa de que algún pasajero tuviera problemas de conexión.
–La verdad, pocas –respondió sin dejar de mirar la pantalla–. Pero si gusta intentarlo… Si no lo logra, vuelva para darle un asiento en el vuelo de las tres.
Decidà intentarlo. Además de las personas de rostro descompuesto que habÃa encontrado en la fila, ahora habÃa en la sala muchas otras, de mirada ansiosa, que esperaban que las polÃticas de la aerolÃnea les dieran la oportunidad de abordar. Ningún pasajero tuvo problemas de conexión. De cualquier modo, lograron abordar ocho personas, entre las que no me encontraba yo. Tampoco, un señor al que la aplicación de Aeroméxico habÃa mandado a esperar a una sala equivocada y cuya cólera habrÃan cantado las musas.
El vuelo aquel lo despachaban un joven y una señorita que tampoco tenÃan ganas de hablar con la gente y que también parecÃan estar absortos en sus pantallas. Entendà que era una estrategia para que los pasajeros dejaran de alegar y aceptaran lo más pronto posible su destino. Algunas veces salÃa al revés, porque los más empecinados se encorajinaban.
El vuelo de las 10:50 se fue. Cuando por fin se dignó a mirarme, la señorita que acababa de despacharlo me dijo que ya no habÃa lugares en el vuelo de las tres, sino en el de las 16:30. Repliqué que el joven de Atención a Clientes me habÃa dicho que sà habÃa lugar en el de las tres.
–Pues si gusta ir con él… Lo que yo le puedo ofrecerle es un asiento a las 16:30.
Repetà que me parecÃa injusto, habiendo comprado el boleto con tanta antelación. Me dijo que “tenÃa” que comprender que era temporada alta, y que si hubiera pagado para elegir mi asiento no tendrÃa ahora este problema. Le dije que sin duda lo habrÃa hecho, si alguien me hubiera dicho que era necesario.
–Es lo que le puedo ofrecer –concluyó, y me mandó de regreso a Atención a clientes. Ya habÃa otra fila de gente atropellada a la que le habÃan quitado su asiento y a los que trataban como parias. Imaginarán ustedes el clima anÃmico que se respiraba.
Ya no estaba el joven del principio, sino una mujer cuyo rostro revelaba que en algún momento de su trayectoria profesional habÃa perdido por completo el humor. De verdad, no exagero. Trataba a los clientes como a insectos, y tal vez para entonces ya todos lo éramos.
Ahà me dieron un pase de abordar, un vale de 350 pesos para comer en Starbucks y un bono de cinco mil para la siguiente vez que favoreciera a Aeroméxico “con mi preferencia”. Lo tomé con resignación. Le envié un mensaje a mis amigos: “Estoy contento porque ya pasaron los primeros 40 minutos de las seis horas que voy a estar aquÔ. Luego me metà a un bar a leer y beber cerveza. Nada de pescados y mariscos: pedà una pizza Margarita.
Cuando al fin logré abordar, nos tuvieron una hora bajo el sol, y sin aire, esperando pista para despegar. HabÃa niños que lloraban y yo casi lo hacÃa. No van a creerlo, pero arribé a mi hotel 13 horas después de haber llegado a la Terminal 2. Muerto de hambre y cansancio, pregunté en la recepción si tenÃan algún restaurante abierto.
Por fortuna habÃa uno. Pero solo ofrecÃan pizza Margarita.
Me metà a un bar. Suelo quejarme siempre porque nunca tengo tiempo suficiente para leer. Pedà una cerveza y abrà “La muerte de Tolstoi”, un libro que cuenta cómo una ignorada estación de tren se convirtió en centro de la atención mundial durante seis dÃas, los dÃas en que tardó en morir el gran escritor ruso.
Nada de pescado y mariscos regados con vino blanco.