Vallarta bajo llovizna

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Vallarta amaneció bajo la bruma, con una llovizna londinense que daba al paisaje un dulce aire fantasmagórico. “Así está mi corazón”, pensó él, y su mente viajó a aquellos lejanos tiempos, a más de mil kilómetros, cuando la esperaba por las tardes a la salida de la escuela, con las campanas de la catedral sonando señoriales y el parque húmedo de verde a la luz del crepúsculo. Recordó cuando ella salía al barandal del primer piso y desde ahí lo saludaba, su cara sonriente e infantil, el fino brazo en alto, el cabello color caoba cayendo alegre sobre su cuello, el gesto de ternura, el mundo enorme y venturoso, como el vuelo de los pájaros sobre las copas de los árboles.

Después su mente saltó a otra época; la del viaje. Cuando todo el país se convirtió en su recorrido y todos los medios en su transporte; la recordó dormida apacible, recargada en su hombro, mientras el sedante motor del autobús ronroneaba en la medianoche del Bajío, a lo lejos las difuminadas luces de León. La recordó ensimismada y dichosa, viendo el paisaje desértico de Guerrero Negro, con el viento soplando en su cabello, los ojos entrecerrados de placer; el viaje en auto de punta a punta, las ganas de llegar a destino. La recordó cansada y exhausta, abordando ambos un vuelo a Charlotte, Carolina del Norte, después de mil vicisitudes y retrasos, aunque todavía con el sabor supremo de los mariscos y la música de Nueva Orleans en el alma. La recordó recargada en la borda del transbordador, mientras el mar se deslizaba pisos abajo con un sonido fluyente y la luna era un sendero oceánico, luminoso y plateado, que se difuminaba en el horizonte.