Una disculpa pública

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Ciudadano se disculpa con Noroña

Los mexicanos llevamos en la sangre una historia que no solo ha moldeado nuestra forma de ser, sino también nuestra manera de actuar.

Antes de que este país se llamara México, los pueblos originarios vivieron entre guerras, pactos forzados y sometimientos. Los mexicas dominaron con brutalidad a otros pueblos, imponiendo su poder a punta de fuerza. La resistencia, como la del pueblo tlaxcalteca, no fue casual. Fue el resultado de décadas de abusos.

Cuando llegaron los españoles, la conquista no fue una hazaña de valor ni de nobleza. Fue una invasión estratégica, sustentada en el engaño, la superioridad armamentista y las alianzas con pueblos hartos de los mexicas. Nació entonces la Nueva España. Y con ella, la esclavitud, la humillación y el despojo. Aquel pueblo indígena, amalgamado ya en una nueva realidad, sembró en su alma la semilla de la resistencia.

Esa semilla germinó en forma de rebelión, de guerra, de lucha por la libertad. No se ganó con acuerdos diplomáticos ni cenas de cortesía. La independencia se forjó con machete, fusil y sangre. Y antes de eso, con gritos. Con diferencias personales, con desobediencia civil, con oposición ruidosa y constante.

Ese gen rebelde no se ha ido. Nos define. Nos ha dado muchos de los avances sociales, democráticos y políticos más importantes de nuestra historia. Porque en México no hay unanimidad posible: somos una nación de diferencias. Y esas diferencias no siempre caben en un discurso mesurado. A veces vienen envueltas en gritos, en palabras fuertes, en enojo. Y eso, también, es parte de nuestra identidad.

Los gobernantes —sin importar su partido ni su origen— son figuras públicas. Están expuestos al juicio de todos. Y deben soportarlo. No con resignación, sino con humildad. Porque ellos también, alguna vez, fueron la voz que gritaba desde la trinchera opositora.

Hace unos meses, el presidente del Senado, Gerardo Fernández Noroña, fue increpado por un ciudadano en la sala VIP del AICM. Un abogado. Un tipo cualquiera, pero con agallas. Le dijo unas cuantas verdades. Manoteó. Levantó la voz. Lo incomodó.

Y Noroña —sí, ese mismo Noroña que tantas veces insultó, gritó y despotricó contra el poder— no pudo con una cucharada de su propio remedio. Se indignó. No como ciudadano, sino como autoridad. Y usó toda la maquinaria del Estado para castigar la osadía del ciudadano rebelde. Lo arrastró por tribunales, lo colocó frente a las cámaras, y le exigió una disculpa pública… en su casa, en el Senado.

Ahí, el abogado —visiblemente doblegado— pidió perdón. Y Noroña, en la cúspide de su soberbia, no tuvo ni la dignidad de estrecharle la mano. No perdonó: exhibió.

¿Qué mensaje nos deja esto?

Que en México ya no se puede alzar la voz sin pagar un precio. Que los poderosos no admiten la crítica si no viene con moño. Que la libertad de expresión —tan sagrada como ancestral— puede ser pisoteada si incomoda a quien manda.

Y eso no lo podemos permitir.

Nuestro derecho a disentir no es una concesión. Es herencia. Nos lo dejaron los tlaxcaltecas, los insurgentes, los estudiantes del 68, los periodistas asesinados. No dejemos que nos lo quiten. No dejemos que lo conviertan en un favor. Porque ese gen rebelde es lo mejor que tenemos como pueblo. Y nadie, absolutamente nadie, debe humillarnos por ejercerlo.

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Hugo Lynn