Tejer unidad nacional
Las elecciones del 2018 marcaron una pauta muy importante para el movimiento obradorista, su acceso a la estructura burocrática del Estado -que no al poder en cuanto tal- fue posible gracias a la suma de múltiples descontentos existentes en todo México.
La llamada izquierda electoral fue desde sus inicios una amalgama muy plural de voces que tenían como punto de encuentro el desacuerdo con la tecnocracia que había secuestrado las instituciones mexicanas. Instituciones que también mostraban signos de agotamiento, y que por supuesto, estaban carcomidas por la corrupción y la violencia.
Desde la corriente del nacionalismo revolucionario que rompió con el PRI -que había decidido dar un vuelco al neoliberalismo-, que representaron Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo, entre otros hasta la izquierda que se aglutinó en torno a los movimientos sociales y que habían sido ilegalizados en su momento. En aquel momento esta estrategia se aglutinó en el Frente Democrático Nacional.
Los fraudes electorales y los asesinatos políticos hicieron de este periodo uno muy duro en la construcción de una alternativa histórica. Este movimiento pacífico trazó una ruta para defender la democracia e intentar consolidarla en nuestro país, una cosa muy difícil, después de que casi todo el siglo XX se consolidó un partido de Estado que impedía todo tipo de cuestionamientos.
En este camino cuesta arriba, el liderazgo de López Obrador fue determinante. El tabasqueño entabló un dialogo entre los pueblos más desfavorecidos por las políticas de despojo y violencia que trajo el capitalismo neoliberal y con los empresarios que habían sido golpeados por las estrategias de privilegiar a los capitales transnacionales.
Fue hasta que los efectos más depredadores y perversos se hicieron presentes con la espiral de violencia y el desfondamiento del Estado mexicano, que hasta las miradas antes más críticas, voltearon a ver como una posibilidad real dejar acceder al poder al movimiento social obradorista.
Desmontar el régimen de excepción que se construyó desde el fraude electoral de 1988, que generó el mayor despojo histórico que se tenga memoria no ha sido nada fácil. La profundización de la entrega de los recursos naturales estratégicos durante todo este periodo ha generado grupos de interés minúsculos, pero sumamente influyentes y poderosos en todo el armado tanto político, jurídico y mediático.
Es innegable que existe toda una estructura que está resistiendo todos los cambios para poder llevar a cabo la transformación y recuperar terreno en la soberanía nacional. Así como de dotar mayores recursos a la población más vulnerable. Desde jueces que bloquean las obras de infraestructura del gobierno o acciones de este hasta “famosos” que se presentan con el traje a la medida que le confeccionen en los medios de comunicación para lanzar mensajes contrarios a la lógica del desarrollo planteada por este gobierno.
Durante los primeros tres años de gobierno, el presidente López Obrador intentó con los medios a su alcance generar políticas que revirtieran esta estructura y orden neoliberal. Para esto logró establecer alianzas políticas que no estaban ancladas a la izquierda sino más bien a esos grupos de poder a los que buscó convencer para cambiar el camino hacía un reforzamiento de las instituciones nacionales.
Se les tendió puentes para negociaciones no tomando en cuenta su representatividad en la Cámara de Diputados o Senadores o en el control de gobierno estatales sino en la idea de que para poder enfrentar el poder exterior que subordinó a la anterior cúpula neoliberal era necesario incluir a la mayor cantidad de políticos y empresarios en este nuevo proyecto alternativo de nación.
La estrategia de la ultraderecha mexicana conectada y financiada con intereses del exterior se basó en dinamitar este entendimiento. El discurso del odio y del miedo, del que son expertos en producir, fue la punta de lanza para bloquear todo posible entendimiento. Los intereses personales de las cupulas de los partidos y los miedos a las posibles sanciones, los llevaron a ceder en el momento más importante del sexenio, el echar atrás la contrarreforma energética peñanietista.
Es inútil y contraproducente para el movimiento político no captar el tamaño de la derrota que se produjo en las votaciones de la reforma eléctrica. Una reforma que no recuperaba todo el terreno perdido con Peña Nieto, pero que intentaba dar una viabilidad al gobierno mexicano para negociar en mejores condiciones, y, de todos modos, desde el exterior hicieron todo lo posible para no hacerla pasar. Esto lo hicieron con el presidente más popular de la historia del México contemporáneo, un fenómeno no sólo nacional sino mundial.
Es por eso por lo que, hay que aclarar, que la táctica de generar alianzas con los remanentes del nacionalismo que existían en los partidos de oposición, especialmente en el PRI, ha llegado a su agotamiento. Esta táctica se impuso por no contar con los votos suficientes, no en la cámara, sino en las elecciones intermedias.
El partido con el control de la estructura burocrática del Estado, Morena, no puede plantearse per se ser el doble histórico del PRI en el siglo XXI como si eso resolviera el conflicto para avanzar en la recuperación del estado mexicano, que sigue bajo el asedio de la violencia política. Quienes tienen ese anhelo, son precisamente las cupulas que han decidido torpedear toda posibilidad de democracia al interior del partido.
Si bien hoy el poder político ha sido derrotado por el poder económico esto no quiere decir de ninguna forma que esto sea definitivo, lo que sigue es la necesidad de plantearse una plataforma de gobierno que profundice la transformación y presente un programa coherente que dé cuenta de las limitaciones actuales y asuma resolverlas, no eludirlas ni esconderlas o peor aún infantilmente culpar a los otros.
La táctica de los tendederos de la traición es pésima, asumir que aquellos con los que acordabas se doblaron ante el exterior y que por eso estos tienen la responsabilidad, es más bien querer ocultar que no se tuvo la fuerza ni la cohesión nacional para obligarlo a hacer exactamente lo contrario. Todo esto habría que reflexionarlo con mayor profundidad, pero está claro en un primer momento que haber desactivado la movilización social desde el partido pensando que entre los pasillos de la vieja clase política se podía lograr el objetivo tuvo un costo muy alto.
Esta verborrea estéril de llamar a fusilamientos de los legisladores traidores, cuando además estos tienen el derecho a vender los activos de la nación porque así está armado la estructura con la cual el movimiento social está luchando, no lleva a ningún lado en el futuro.
Lo que abre la esperanza para poder avanzar es establecer un programa claro, pero sobre todo con democratizar el movimiento, con permitir que este se exprese y no burocratizarlo para desde ahí controlar cotos de poder de grupúsculos. Es hora de las bases para tomar su lugar en la historia e intentar lo imposible de tejer unidad nacional desde abajo.