“No, por favor, no disparen”: la súplica cobarde del asesino de Karla

Ocurrió ayer. En un cuarto en penumbras, en algún rincón miserable de Tonalá, los agentes de la Fiscalía del Estado irrumpieron con fuerza. Sabían que ahí se escondía. En la habitación pestilente, temblando de miedo, agazapado detrás de un mueble, con la piel húmeda y los ojos desorbitados, estaba él. El mismo que días antes había disparado sin titubeos, sin alma. El mismo que creyó tener poder sobre la vida de una mujer.
“No, por favor, no disparen”, murmuró, en un hilo de voz, Kelvin “N”. No gritó. No opuso resistencia. No mostró coraje ni arrepentimiento. Solo miedo. El miedo que él nunca permitió sentir a Karla cuando la amenazó, cuando la persiguió, cuando la sentenció a muerte.
Ese mismo día, horas más tarde, su rostro sería mostrado al mundo: demacrado, con la mirada baja, esposado, expuesto como lo que siempre fue: un cobarde. Un cobarde que suplicó clemencia después de haber asesinado a sangre fría.
Karla, de apenas 29 años, fue víctima de un feminicidio que ha estremecido a Jalisco. La mataron en plena calle, en la colonia Oblatos. La mató alguien que la había convertido en blanco de su obsesión, alguien que no aceptó que ella no quería nada con él. Un hombre casado que, aún así, la hostigó sin descanso: mensajes, acoso presencial, amenazas directas.
El día del crimen, Karla recibió mensajes en los que Kelvin le advertía que debía salir con él. Le dijo que, de no hacerlo, su familia pagaría las consecuencias. Le mandó imágenes del arma con la que más tarde acabaría con su vida. En uno de esos mensajes, según la investigación de la Fiscalía, le escribió: “Si no eres mía, no serás de nadie”. Y lo cumplió.
Horas después, la emboscó. Sacó el arma. Y disparó sin titubeo. A quemarropa. Sin un segundo de vacilación. El acto fue tan brutal como premeditado. No hubo discusión, no hubo forcejeo. Solo plomo, saña, y silencio.
Kelvin huyó. Creyó que podría desaparecer. Pero el Estado lo buscó. Y lo encontró. Y lo detuvo. Ahora está a disposición de un juez de control, imputado por el delito de feminicidio.
El video de su captura, difundido por Tribuna de la Bahía, exhibe con claridad lo que es: un ser despreciable, reducido, tembloroso, pidiendo lo que jamás ofreció. El país entero vio cómo aquel que disparó con frialdad, rogaba que no le hicieran daño. “No disparen”, decía. Pero Karla no tuvo oportunidad de decir nada.
El caso ha desatado indignación en redes, en colectivos, en medios. Porque no es un caso aislado. Es un síntoma de una enfermedad más profunda: la cultura del todopoderoso que mata, que no entiende el “no”, que cree que las mujeres son propiedad. Y cuando no lo son, las elimina.
Hoy, el nombre de Karla se pronuncia con dolor. Con rabia. Con impotencia. Ella no está. Pero su historia no será olvidada. Su ausencia grita lo que tantos aún callan.
Y mientras tanto, él —ese que un día empuñó un arma con total determinación—, ahora ruega por su vida con voz temblorosa, como si el miedo le perteneciera…
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