Reflexiones cotidianas Ibn Arabi, el viajero de los mundos

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Los grandes maestros o sabios, algunos vienen con la sabiduría despierta. Otros la encuentran después de grandes búsquedas como Buda. Jesús ya venía despierto; existen referencias que desde niño era muy inteligente y hacía cosas sorprendentes e inclusive maestros que le quisieron ilustrar no fueron capaces de igualar su sapiencia, aún a sus escaso cuatro años. Krishna también venía con poderes despiertos. Otros maestros encuentran su destino luego de vivir algunas experiencias que les muestran el camino como Ibn Arabi, quien luego de una revelación sobre su misión, aterrado, huyó de la casa, dio sus ropas a un mendigo y se instaló en una tumba abandonada del cementerio.

Los padres de Ibn Arabi tardaron mucho en aceptar que su hijo abandonase una prometedora carrera palaciega para abrazar el voto de pobreza y consagrarse a lo divino.

José Miguel Vilar-Bou describe a Ibn como un viajero inagotable (recorrió Al-Ándalus, el norte de África, Turquía y Oriente Medio), vivificó el sufismo, la corriente mística islámica que aboga por la profundización en el propio Ser como modo de llegar al conocimiento de lo divino.

Dijo en uno de sus poemas:

“Mi corazón se ha hecho capaz de todas las formas. Es (…) templo para los ídolos y Kaaba del peregrino, tablas de la Torá y libro del Corán”. Este respeto por toda creencia es una de las muchas cosas que le granjearon en su tiempo los títulos “El más grande de los maestros” o “Sello de los Santos de Mahoma”.

La producción escrita de Ibn Arabi es casi inabarcable: cuatrocientas obras -se estima- de las que apenas se conservan cien. “Las iluminaciones de la Meca” suma ella sola 14.000 páginas. Escribió también más de mil poemas.

El sufismo tiene su eje en la búsqueda interior: “Ayer era inteligente, por lo que quería cambiar el mundo. Hoy soy sabio, por lo que me quiero cambiar a mí mismo”, escribió el poeta y místico persa Rumi. Además, decía haber recibido la iluminación y tener la guía de visiones que lo visitaban y aconsejaban en sueños.

En sus años iniciales de búsqueda, y también después, Ibn Arabi se acercó a muchísimos maestros, algunos por completo iletrados: Para él, entendimiento e inteligencia no son lo mismo. El primero va mucho más allá. Nunca se presentó a sí mismo como fundador de una escuela. No buscó la institucionalización de su mensaje, sino que éste permaneciese vivo, abierto a todos los lenguajes.

En 1201 emprende la prescriptiva peregrinación a la Meca, que le llevará a conocer Túnez, Alejandría, el Cairo. Visita también Palestina, Jerusalén y Medina, donde presenta sus respetos ante la tumba del Profeta. Tras un año de viaje, llega a la Meca. Allí pronto empieza a ser conocido por sus enseñanzas.

Es en esta ciudad donde se cruza con la joven que inspirará los versos de “El intérprete de los deseos”, compendio de poemas amorosos cuya escritura no concluirá hasta diez años después. De toda su ingente obra poética, esta es la única que ha sido traducida a lenguas europeas y la que lo hizo conocido en Occidente, ya en el siglo XX. Este es un ejemplar de su vocación poética:

«La razón -explica- por la cual fui conducido a hacer poesía es que vi en sueños un ángel que me traía un bocado de luz blanca. Se diría que era un bocado de la luz del sol. “¿Qué es esto?”, pregunté. “Es la sura al-šuʿarāʾ (Los poetas)”, se me contestó.  He aquí un poema de este gran pensador.