México: el país que ve arder su casa mientras cambia el canal

Prólogo: El incendio
No fue un sismo, ni una guerra, ni una catástrofe natural. No hubo tanques en la calle, ni helicópteros
disparando desde el cielo. No fue una dictadura militar, ni un golpe de Estado. Lo que está ocurriendo en México es mucho más complejo, más lento, más peligroso: una demolición consentida.
Cada semana cae una viga del edificio institucional. Cada mes se incendia una oficina pública. Cada año se reduce el Estado de Derecho a una figura decorativa. Y, sin embargo, aquí estamos, viendo el incendio como si fuera un espectáculo más en la programación nacional. El país se desmorona y nadie interrumpe la transmisión.
La comodidad del espectador
La 4T no destruyó a México sola. La tolerancia social ha sido su herramienta más eficaz.
- Mientras cancelaban un aeropuerto funcional por capricho ideológico, mientras miles de millones
se tiraban a la basura, ¿hicimos algo? Nada. - Cuando nos dijeron que la estrategia contra el crimen sería abrazar a los asesinos, y vimos cómo se multiplicaban los muertos, los desaparecidos, los desplazados, ¿salimos a protestar? No. Nos
acostumbramos. Callamos. - Cuando desaparecieron el Seguro Popular y lo sustituyeron con el fraude llamado INSABI, a pesar de que millones quedaron sin atención médica básica, ¿hubo indignación masiva? No. Hubo resignación.
- Cuando fabricaron la farsa de la “megafarmacia del bienestar”, sin medicinas, sin personal, sin lógica operativa, ¿nos burlamos o nos indignamos? Apenas unos memes. Luego, silencio.
- Cuando la vida pública fue militarizada, cuando los cuarteles comenzaron a operar trenes, bancos, aduanas y aeropuertos, cuando se nos advirtió que eso no era seguridad sino control, ¿hicimos algo más que encoger los hombros? Nada.
- Cuando desmantelaron organismos autónomos que durante décadas garantizaron la transparencia, la competencia, la equidad electoral, ¿quién salió a la calle a exigir su defensa? Casi nadie. Fue un martes más.
2. - Cuando tomaron el Congreso por asalto con una mayoría relativa obtenida con trampa, chantaje y manipulación, cuando aprobaron leyes en fast track, sin debate, sin razones ni respeto, ¿la sociedad detuvo el golpe legislativo? No. Cambiamos de canal.
- Cuando secuestraron el Poder Judicial, primero con la intromisión abierta de AMLO y luego con una elección ilegítima, lo vimos con desgano, como quien presencia una escena incómoda en una
película que ya no le importa. - Y ahora, mientras preparan el siguiente atropello con la contrarreforma electoral para afianzar el
poder absoluto, todavía hay quien dice que “todo está mejor”, que “hay que esperar”, que “antes
estábamos peor”.
Así somos: el país que tolera todo hasta que ya no queda nada.Un pueblo con flojera de pensar
La decadencia no empezó con AMLO. Pero con él aprendimos a justificarla.
El mexicano promedio —urbano, con acceso a información, con estudios, incluso con recursos— ya no quiere pensar. Solo quiere sentir. Indignarse un rato, emocionarse otro, y al final deslizar el dedo en el teléfono hasta que todo se olvide.
Pensar duele. Dudar cansa. Leer exige. Mejor repetir. Mejor reír. Mejor no meterse. Hemos sido
entrenados para repetir eslóganes, no para debatir ideas.Los sistemas educativos formaron obedientes, no críticos. Los medios enseñaron reflejos, no argumentos.
Las redes sociales reforzaron emociones, no razón.
Y hoy tenemos un país donde el pensamiento es una rareza y la disidencia es una amenaza.
Sin líderes, pero con talento escondido
Lo más trágico no es la ignorancia. Es la lucidez desperdiciada. En universidades, think tanks, medios independientes, centros de investigación, redes ciudadanas y movimientos civiles hay personas extraordinarias. Capaces de imaginar, proponer, liderar. Pero están atomizadas, silenciadas, solas.
Y cuando alguna voz se atreve a decir lo que todos piensan, el miedo aparece antes que la solidaridad. El miedo a perder el trabajo, el contrato, la visa, el espacio. Miedo al linchamiento digital. A la denuncia anónima. A ser señalado como “enemigo del pueblo”.
La cobardía generalizada
Nos volvimos cobardes. Cobardes frente al poder, venga del color que venga. Cobardes en la familia, en la empresa, en la escuela. Cobardes incluso frente a nosotros mismos.
3.
Y los que deberían ser ejemplo, fallaron estrepitosamente: - Los grandes empresarios, que podrían ser guardianes del equilibrio económico y defensores de las libertades, se convirtieron en niños chipilines, acobardados y chantajeables, aterrados por lo que les puedan sacar.
- Sus hijos, en lugar de renovar el liderazgo, se volvieron caricaturas de poder: prepotentes, frívolos, con aires de grandeza sin sustancia, idénticos a los políticos que antes despreciaban.
- Los partidos de oposición, más ocupados en pactar migajas que en defender principios, se volvieron camarillas de sinvergüenzas que solo se representan a sí mismos.
La cubeta de dignidad y la llama del monje
¿Cómo se frena una maquinaria destructiva cuando los partidos están podridos, los empresarios temen perder sus privilegios, los medios están cooptados y el ciudadano común prefiere no ver?
La respuesta, aunque suene ingenua, no está en las instituciones. Está en la gente.
Nadie te pedirá que lideres una revolución. Pero si llegaste hasta aquí, es porque sabes que no puedes seguir igual. No necesitamos héroes: necesitamos adultos responsables.
Aquí tienes tres cosas que sí puedes hacer esta misma semana para dejar de ser parte del incendio:
- Rompe el silencio cómodo. Dile a alguien —amigo, colega, familiar— algo que normalmente callas por miedo o conveniencia: que el país va mal, que el poder abusa, que los datos no cuadran. Una conversación honesta puede abrir una grieta en el muro de la conformidad.
- Fortalece tu criterio, no tu algoritmo. Deja de lado los canales que solo te confirman. Elige un libro, una investigación, una columna incómoda. Luego comparte lo que aprendiste, no lo que te indignó.
- Conecta con una red real, no virtual. Busca —sí, existen— grupos, círculos o espacios donde se
piense, se dialogue y se actúe con propósito. Aunque sean tres personas en un café. Aunque no
tengan logo ni redes sociales. Allí empieza todo.Llegó la hora en que todos ponen
Hace seis décadas, en Vietnam del Sur, un monje budista llamado Thích Quảng Đức se sentó en posición de loto en plena calle de Saigón. Se roció gasolina. Encendió un fósforo. Y se inmoló sin emitir un solo grito, como protesta ante la brutal represión de su gobierno. Lo hizo frente a periodistas, militares y transeúntes.
Y con ese acto silencioso, encendió no solo su cuerpo, sino la conciencia de un pueblo entero.
Porque entendieron —finalmente— que nadie puede seguir viviendo como si nada mientras su país se hunde.
Que todos —todos— debían sacrificar algo para defender lo que quedaba de su nación.
Tú no necesitas quemarte vivo. Pero sí necesitas dejar de esconderte. Necesitas entregar tiempo, palabra, criterio, valentía, incomodidad… prestigio, si hace falta. Porque si no haces nada, la historia te pondrá en la misma categoría que los que solo miraron. La casa está en llamas. No basta con cambiar de canal.
Hay que levantarse, gritar, convocar. Y aunque sea con una cubeta de dignidad, empezar a apagar el fuego.