Luces y sombras en las marchas del 8M

Cada 8 de marzo, las calles se llenan de voces, pancartas y exigencias que, más allá del ruido mediático, responden a una realidad que nadie puede ignorar: la lucha por la seguridad, la equidad y el respeto hacia las mujeres.

Es un día de memoria y de reivindicación, un día en el que se nos invita a reflexionar sobre lo que aún falta por hacer.

Sin embargo, junto con las consignas y los testimonios que exponen injusticias, hay imágenes que generan debate.

Los monumentos pintados, los edificios marcados, los cristales rotos.

Para algunos, esto es una expresión de rabia legítima; para otros, una forma de protesta que desvirtúa el mensaje central.

Y aquí surge una pregunta inevitable: ¿por qué la necesidad de llegar a estos extremos?

La respuesta, quizás, no es sencilla.

No se trata de justificar ni de condenar a la ligera, sino de comprender el trasfondo.

Cuando las demandas no son escuchadas, cuando la indignación crece tras cada caso de violencia, muchas sienten que la protesta pacífica ha sido insuficiente.

¿Es la forma correcta? Depende de a quién se le pregunte.

Lo que es innegable es que cada acto, pacífico o disruptivo, es reflejo de un problema estructural que aún no hemos resuelto.

No es difícil coincidir en que la violencia, venga de donde venga, no debería ser el camino.

Pero tampoco podemos perder de vista la raíz del problema: la urgencia de construir una sociedad donde ninguna mujer tenga que marchar exigiendo lo básico.

Quizás ahí esté la clave: enfocar la conversación no solo en la forma de la protesta, sino en las razones que la motivan.

Porque, al final, más allá de las paredes pintadas o los vidrios rotos, lo verdaderamente importante es que la voz de millones de mujeres no se siga perdiendo en el eco de cada 8M.

EU