El Chori y su estela de sangre
Eduardo Ramírez Tiburcio, El Chori, había obtenido documentos del estado de Morelos que lo identificaban bajo el nombre de Manuel Bernal. No parece extraño que uno de los últimos jefes de la Unión Tepito haya conseguido una licencia de conducir y una credencial del INE en aquel estado: la presencia de la Unión Tepito se ha extendido poderosamente en Morelos bajo el gobierno de Cuauhtémoc Blanco, y hoy es uno de los grupos criminales que lucha por el control de dos de las ciudades más importantes: Cuautla y Cuernavaca.
Ramírez Tiburcio es uno de los miembros más antiguos de la Unión Tepito. Una ficha de inteligencia lo ubica como hijo de uno de los capos tepiteños de la vieja guardia: Alberto Ramírez Hernández, alias General Borja, vinculado al grupo del principal traficante de drogas en Tepito durante los años 90: Felipe Camarillo Salas, conocido como El Papirrín.
Ramírez Tiburcio, ligado generacionalmente a otros integrantes de la Unión Tepito —El Elvis, El Hormiga, El Pechugas, El Huguito, El Tomate— forma parte del grupo conocido como Los Paraguayos, una violenta célula que rebasó los límites de Tepito, y en unos cuantos años, mediante el asesinato, el secuestro y la extorsión, extendió su dominio a Cuauhtémoc, Venustiano Carranza, Gustavo A. Madero, Tlalpan, Miguel Hidalgo, Iztacalco y Coyoacán.
La base del grupo fue un predio ubicado en Paraguay 62, en donde, en contubernio con policías de investigación y agentes de seguridad pública, además del almacenaje de drogas y armas se llevó a cabo, sobre todo durante la década pasada, y bajo la administración de Miguel Ángel Mancera como jefe de gobierno capitalino, el secuestro y la tortura de comerciantes y líderes de ambulantes que se negaban a pagar las cuotas por derecho de piso impuestas por la organización.
El Chori está asociado a los años más duros y sangrientos que vivió la capital del país: descuartizamientos, ejecuciones masivas, asesinatos de líderes de comerciantes, homicidios cometidos a la luz del día y control, mediante la violencia, de antros y bares ubicados en colonias como Roma, Condesa y Polanco.
Hace unos años se le vinculó con la desaparición de la joven bailarina Atzin Molina, cuyo rastro se perdió para siempre en febrero de 2020 en el bar El Cíngaro, centro de reunión de la Unión Tepito, desde el que se operó la tragedia del bar Heaven, en la que 13 jóvenes fueron secuestrados y asesinados con la complicidad de la policía capitalina.
Atzin había tenido una relación sentimental con El Chori. Terminaron por celos de este. “Si me pasa algo, fue él”, le advirtió la joven a una amiga. La investigación realizada por los familiares de Atzin, ante la indiferencia de las autoridades, reveló que El Chori tenía miedo de que la muchacha fuera a delatarlo. El líder de la Unión creía que ella había entregado información que condujo a la detención de uno de los jefes del grupo. El chip del teléfono de la bailarina fue ubicado en 38 teléfonos. De ella no se supo más.
Tras la detención de dos de los grandes líderes de la Unión, Roberto Moyado Esparza, El Betito, ocurrida en 2018, y Óscar Andrés Flores Ramírez, El Lunares, llevada a cabo en 2020, varios de los cabecillas de segundo nivel heredaron el control de las células que conforman la organización. Algunos de ellos, como El Chori, decidieron bajar su perfil.
Sobre la cabeza de Ramírez Tiburcio pesaba una recompensa de cinco millones de pesos. El Chori se alejó de la ciudad. Trabajos de inteligencia revelan que se escondió en Morelos, Guerrero y el Estado de México, aunque se le ubicó también en Tlalpan e Iztapalapa.
A principios de año, agentes de la Secretaría de Seguridad Ciudadana obtuvieron información nueva. Se movía en una Jeep de color blanco y se le había visto en Jardines de San Mateo, Naucalpan, en el domicilio de una de sus parejas.
Días enteros frente a cámaras de vigilancia lograron que el vehículo finalmente fuera detectado. Ramírez Tiburcio entraba a la Ciudad de México solamente de noche o de madrugada, escoltado de manera discreta.
La información disponible habla de recorridos por Iztapalapa, Gustavo A. Madero, Cuauhtémoc, Venustiano Carranza y el centro de la ciudad.
En uno de esos recorridos hizo una visita a un Petco de Polanco.
Aunque había bajado de peso y se había dejado crecer el pelo, los agentes que tendían un cerco a su alrededor detectaron que sus rasgos fisonómicos coincidían con los de los registros. En una de esas salidas se le hizo incluso, desde una cámara, un close-up.
El lunes 18 fue al Ajusco a cenar quesadillas. A las 19:33 lo vieron salir y lo detuvieron para efectuar una revisión preventiva. Aunque llevaba documentos a otro nombre, los tatuajes en brazos y espalda lo delataron. Dicen que finalmente admitió: “Soy yo, pero no he hecho todas las cosas que dicen que hice”.
Llevaba dos ingresos a prisión. Se le relaciona, al menos, con ocho delitos. Con la cabeza baja, lo condujeron a las puertas del reclusorio. Arrastraba tras de sí la historia negra de una ciudad que durante años él mismo ensangrentó.
AT