Entre la desvalorización y el privilegio de clase

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El hecho de que las mamás de este país por necesidad pasen más tiempo del día en el trabajo que con sus hijos, es evidencia de que la maternidad se ha vuelto un privilegio de clase.

La gran mayoría de las mujeres están obligadas a delegar el cuidado de sus hijos en favor de la economía.  

El estado no provee las condiciones necesarias para que en los dos primeros años de vida, donde ocurren momentos claves en la salud y el desarrollo como es la lactancia materna y el apego, sean satisfechos de manera adecuada.

Por el contrario, destina recursos para delegar el cuidado de bebés a terceras personas. A ellas no les queda otra que atravesar la angustia de la separación y orar por la buena voluntad de quienes estarán la mayor parte del día con sus bebés, que tan solo en su primer año, ya habrán pasado más de un cuarto de su vida separados de su mamá.

Todo con el propósito de no afectar un sistema económico cuyo entramado no viabiliza licencias de maternidad suficientes porque no está dispuesto a pagar el costo de implementar cambios significativos en beneficio de la crianza.

Son a cuenta gotas las medidas que implementa el Estado en conciliación con las empresas cuyos intereses se anteponen al bienestar de las madres y sus bebés. Los permisos de maternidad se asumen como carga y no como derecho.  

Ni hablar de las mujeres que no cuentan con seguridad social. Ellas, sus hijos e hijas son las más vulnerables.

Del universo total de madres, pocas son las que tienen las condiciones económicas que les dan opción de elegir la maternidad de tiempo completo.

Se enfrentan a la irremediable pausa o pérdida de su carrera profesional y la lucha interna contra el estigma adjudicado a las tareas del hogar, percibida como una actividad retrógrada, holgazana y ociosa de baja estima en la escala de la percepción social medida por la productividad: “Soy lo que hago y valgo lo que gano”.

La maternidad está en las antípodas de ese principio pues se pierde el rasgo de identidad relacionado al rol productivo y representa un gasto significativo de recursos económicos y anímicos, además de una gran limitante de tiempo y maniobra.

Dedicarse a los hijos representa el desafío personal de ser y valer fuera de la expectativa generalizada.

Con la idea de que la maternidad es inherente al género, la atención, cuidados y resolución de las interminables necesidades de los hijos se dan por sentado y se romantiza.

Queda en un papel menor –casi invisible- el esfuerzo y desgaste físico y mental que implica.

A la mujer se le considerada una carga para su pareja, quien equivocadamente da por sentado el cuidado y atención de su familia. 

Según datos del INEGI al 2021, las tareas del hogar y de cuidados que se realizaron en el país alcanzaron un valor económico de 6.8 billones de pesos, lo que equivale al 26.3% del Producto Interno Bruto (PIB) del país.

Las mujeres aportaron 2.6 veces más valor económico en comparación con los hombres. Las mujeres dedican 40 horas a la semana al trabajo no remunerado en comparación con 15.9 horas a la semana que dedican los hombres.

La crianza como actividad principal debiera tener por lo menos la misma relevancia en la valoración social que tiene la profesión o el trabajo remunerado colocándola como una responsabilidad prioritaria y fundamental. 

Sin embargo, pasa algo muy curioso, una misma actividad tiene una representación mental distinta dependiendo si es o no remunerada: No se pregunta a una niñera o trabajadora doméstica si piensa trabajar, pero sí a una mujer que se dedica al hogar y a sus hijos. 

DOBLE JORNADA 

La lucha por la igualdad de condiciones y oportunidades entre géneros no alcanza todavía para deslindar a las mujeres del cuidado principal de hijos, enfermos y adultos mayores.

Siendo considerada una actividad menor que no alcanza la categoría de trabajo, las mujeres asumen dobles jornadas que deben cumplir con absoluta diligencia.

De ellas se espera que trabajen como si no tuvieran hijos y atiendan hijos como si no tuvieran trabajo. Es el mandato social que rige hoy disfrazado de libertad. 

La depresión, ansiedad y culpa son frecuentes en la lucha entre la maternidad y el desarrollo profesional coexistiendo a codazos. Se disfraza de autorrealización la auto explotación.

La trampa del positivismo tóxico hace creer que todo es cuestión de actitud por lo que sentirse agobiada genera una sensación de fracaso.

Nos cuestionamos a nosotras mismas y no al mandato social al que exentamos de toda responsabilidad asumiendo sus efectos como si fuera una falla propia traducida en la sensación de no dar el ancho.

Somos receptoras de nuestra propia ira y reproche cuando es el sistema el que lo merece. Hace falta una red de contención social para la maternidad para que esta no signifique una desventaja en el desarrollo profesional, ni el desarrollo profesional un detrimento en la calidad de la crianza generando sentimientos de vergüenza o culpa que impactan en la autoestima. 

Una idea feminista distorsionada es la que asocia la labor de la crianza con funciones tradicionalmente femeninas impuestas por el patriarcado. Identificarse como madre no se considera disidente, por el contrario, la mujer que lo hace sufre del prejuicio de algunas congéneres activistas.

En la lucha y debate por la reivindicación de los derechos se omite la ausencia de derechos y condiciones para maternar plena y dignamente por lo menos el primer tiempo de vida. Reconocer y proteger ese derecho significaría también preservar el principio del interés superior del niño.

La diada mamá-bebé es indispensable para forjar el apego que modelará el resto de los vínculos. Esa causa es tan necesaria como urgente sobre todo para mujeres en condición de pobreza sin seguridad laboral.

La maternidad plena, al menos en el primer tiempo de vida, no debería estar condicionada a la capacidad económica o a las circunstancias laborales de la madre. Debiera ser considerado un derecho humano fundamental garantizado por el estado. 

Es urgente que se ponga en la mira del debate público el valor de los cuidados para transformar las políticas públicas. Urge entender los efectos negativos de los modelos de maternidad que la actualidad plantea basados en propósitos económicos, no humanistas.

Es indispensable si buscamos sociedades más justas y menos violentas.

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