Carta al porvenir
Llegamos muy temprano en la edad de la humanidad, y es que, aún somos mortales. Hay un anhelo profundo que se ha expresado en diferentes narrativas que los ethe culturales han edificado para darle un sentido al absurdo de lo que representa la violencia innecesaria, nuestra finitud.
No voy a hacer aquí una lista de todos aquellos relatos que las diferentes civilizaciones han construido para sostener esa carga pesada que es la muerte, pero desde el Paraíso Florido de los Aztecas y Mayas pasando por el Olimpo de los griegos o en el Aarau de los egipcios todas estas representaciones dan cuenta de un sueño, el de la fertilidad eterna, el de la permanencia en lo imperecedero, en habitar esas estrellas trascendiendo las inclemencias que produce la imposibilidad de la técnica por resolver la relación inadecuada que mantenemos con la naturaleza.
En nuestros sueños diurnos, los seres humanos hemos intentado una y otra vez trascender eso que nos ha colocado en una guerra sin fin, la compleja relación entre la naturaleza y la técnica. Hoy por hoy la batalla la vamos perdiendo.
En un futuro cuando hayan descubierto los límites y confines de la existencia humana para ampliar su permanencia en este espacio lleno de estrellas y galaxias, quizás logremos descubrir si en verdad existe un muro que delimita lo que nosotros hoy conocemos como Universo.
Además, eso que a veces se le conoce con el nombre del microcosmos, ese pequeño espacio que determina nuestros nuevos enemigos invisibles, aún sin explorar muestra su fuerza, que quizás habíamos aprendido a olvidar.
Nuestra temporalidad actual, que aún es marcada por un calendario que olvida los años más pesados de la humanidad abriéndose camino en medio de la nada, ese tiempo en donde una cueva y el fuego era lo indispensable, y que piensa que estaríamos en una especie de cenit del más alto desarrollo tecnológico posible, sigue renunciando al potencial histórico de la cooperación.
Estamos ante un laberinto, y en medio de ese laberinto empieza a operar un desencanto, son momentos que remiten a las épocas en donde la destrucción efectiva a través lo producido por la técnica moderna se vuelve latente.
Es paradójico, pero en este caos que existe, aún hay esperanza. Corre el año 2020 de nuestra era, marcada por el cristianismo, y en Occidente la costumbre indica que se celebra el fin del año y la bienvenida del otro que no es más que haber cumplido un ciclo solar, vaya una vuelta más al sol en colectividad.
Hasta ahora, hay que decirlo claro, aquellos que han decidido defender y estar con un compromiso en eso que podríamos seguir llamando el mundo humano de la vida son pocos, pero especialmente en esta celebración colectiva, en este momento es en donde todos nos detenemos para agradecer estar vivos ante la amenaza de un virus que no podemos observar, pero que nos ha cambiado dramáticamente nuestra sociedad y en el aquí y en el ahora parece abrirse camino un halo intenso de otra posibilidad histórica.
En este filo de la navaja, en donde por ambos lados la barbarie puede abrirse, potenciar caminos diferentes es una tarea necesaria. Por eso, en esta responsabilidad de cuidarnos para cuidarnos a todos deben salir las preguntas que pueden abrir otro mirador para el siglo XXI, y para el porvenir.
La presente carta al porvenir es una carta de esperanza por todos aquellos que se han ido, y por todos por los que buscaremos que en el descubrimiento de eso que aún denominamos cosmos puedan explorar el infinito, y logren acordarse de nosotros, sí de nosotros que no tendremos nombre, por haber sido unos guerreros en resistencia.
Nadie recuerda el frío de esas cuevas ni el calor de las hogueras, pero no por ello dejan de estar ahí, y justamente están produciendo, siguen haciéndolo, un ambiente en el que gracias a ellos seguimos aquí. Que el año nuevo sea motivo para pensar más allá de nosotros y nuestras posibilidades, la realidad lo exige.