Aquellos libros de texto

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En tercera persona

En enero de 1960, una niña llegó a bordo del taxi que manejaba su padre a la escuela primaria rural Cuauhtémoc, en el poblado de El Saucito, en San Luis Potosí. Tenía once años de edad y se llamaba María Isabel Cárdenas Ruiz.
Esa fría mañana de enero, en las modestas instalaciones de la escuela, el secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet, le entregó a María Isabel los primeros dos libros de texto editados por la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos (Conaliteg): “Mi libro de primer año y Mi cuaderno de trabajo de primer año”.
Desde 1962 aquellos libros tuvieron en la cubierta la imagen bellísima de Victoria Dornelas: la modelo que el pintor Jorge González Camarena transmutó en La Patria, y cuya efigie pasó por las manos de millones de niños mexicanos.
Vestida con una inmaculada túnica blanca, Victoria sostenía un libro en la mano derecha y la bandera mexicana en la izquierda. En el libro se leía que ella representaba “La Nación mexicana avanzando hacia el impulso de la historia y con triple empuje –cultural, agrícola, industrial– que le da el pueblo”.
Formó parte de la generación que cargaba esos libros en olorosas mochilas de cuero, con correas gracias a las cuales uno podía cargarlas en la espalda. En aquellas mochilas había bolígrafos, tijeras, gomas, resistol, compases, sacapuntas, cuadernos Scribe, lápices Mirado y divertidas cajas de crayones de la marca Carmen.
Algunos alumnos llevábamos también yoyos, pelotas de esponja, canicas –agüitas, tréboles, bombochas–, así como tortas de huevo o jamón que, por culpa del futbol, olvidábamos comer en el recreo y a veces permanecían al fondo de todo durante varios días, hasta que, atraídas por el olor, nuestras madres las descubrían.
Los libros decían en su página primera que existían muchos libros en el mundo, pero que estos habían sido hechos “especialmente para ti”. Se recomendaba cuidarlos: “Piensa que muchas personas te tuvieron presente mientras me hacían”.
Desde el porfiriato se había intentado proveer a los alumnos de materiales de lectura, de manuales, de cartillas de alfabetización. Ante la suma de fracasos sostenidos, el presidente Ávila Camacho lanzó una ley que ordenaba que todo mexicano que supiera leer se hallaba obligado a enseñar a hacerlo a por lo menos otro mexicano.
Cuando Torres Bodet entregó el primer libro de texto gratuito en aquella primaria, de cada mil alumnos solo 134 llegaban a sexto año (solo uno llegaba a la universidad) y los padres de familia eran responsables de comprar los libros que los maestros solicitaban. Estos libros eran producidos sobre todo por autores y editoriales españolas.
El presidente Adolfo López Mateos, que impulsó la construcción de escuelas y bibliotecas, le encargó a Torres Bodet un proyecto mayor: la creación y entrega permanente de libros únicos, con contenidos indispensables, sufragados por el Estado mexicano, y elaborados por los mejores escritores, intelectuales, académicos y pedagogos.
Torres Bodet se rodeó de un grupo de gigantes, cuyas cartas credenciales se fincaban, no en relaciones de amistad o lealtad, sino en su propia trayectoria, en su propia obra: Martín Luis Guzmán, Agustín Yáñez, José Gorostiza, Arturo Arnáiz y Freg, entre otros. Se seleccionó a probados pedagogos, y a los profesores de primaria y secundaria mejor calificados, para elaborar los contenidos. Se contrató incluso a los mejores autores de los libros de texto que se hallaban en circulación (luego de un duro litigio con las editoriales privadas).
La idea era que los alumnos mexicanos dejaran de ser víctimas de la vida, para tener una más amplia y mejor.
En 1960, 17 millones de libros fueron distribuidos en burros, en trenes, en autobuses, en aviones, en helicópteros.
En los libros de tercero y cuarto, a los alumnos de mi tiempo nos contaron la historia de Gutenberg, la invención del microscopio y del día de 1876 en que, en el gobierno de Porfirio Díaz, se comenzó a enviar la voz del hombre por un cable y apareció el teléfono.
En esos libros había poemas de Amado Nervo: “escucha cuanto quieran decirte, y tu sonrisa / sea elogio, respuesta, objeción, comentario / advertencia y misterio”.
Había poemas de María Enriqueta, de Gabriela Mistral, de Leopoldo Lugones, de Juan Ramón Jiménez, de Porfirio Barba Jacob, de Juan de Dios Peza y de Juana de Ibarborou.
Ahí estaba contada la llegada de la primera vacunación antirrábica, la llegada a Nueva España del franciscano fray Martín de Valencia, la noche en que ocurrió el terremoto de 1957 que tumbó el Ángel y varios edificios (“un minuto más de temblor y de esta casa solo quedarían escombros”), el nacimiento del volcán Paricutín en 1943 y el horror que había causado la inundación de Tuxtepec.
Había relatos de Heriberto Frías y de Guillermo Prieto. Estaba la crónica de la batalla de Puebla, el día en que Lorencez anunció que, a la cabeza de cinco mil hombres “me considero dueño de México”, y sin embargo fue aplastado por los hombres del general Zaragoza.
Había relatos de la vida en el campo y en las fábricas, y también la historia de tres bellas mariposas cuyas alas iban a romperse bajo la lluvia, y que sin embargo no quisieron separarse y decidieron solidariamente estar juntas hasta el fin.
El propósito de Torres Bodet y Martín Luis Guzmán era dar a los alumnos, a través del arte y el conocimiento, “un pedazo de infinito”, además de prepararlos para la vida práctica, de orientarlos hacia las virtudes cívicas y la solidaridad, “e inculcarles el amor a la Patria”.
Había mucho de eso en esos libros: nociones de amor y de solidaridad.
44 años más tarde, cuando iba a entregarse el libro de texto gratuito número 4 mil millones, localizaron a la niña que en 1960 recibió los primeros dos ejemplares. María Isabel no había logrado terminar la primaria. No recordaba siquiera cómo había sido aquella entrega.
Yo fui más afortunado. Ignoraba que los autores, los pensadores, los intelectuales que años más tarde iban a cruzarse en mi camino como aspirante de escritor y amante de los libros, habían dejado en mi alma, en el salón de clases de una escuela primaria, la semilla que cambió mi infancia, y un día iba a llevarme hasta ellos.