El año en que en el cielo no hubo Luna

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El mayor desastre climático en la historia de la humanidad fue provocado por un volcán y ocasionó la muerte de millones de personas.
Inició en la isla de Sumbawa, en Indonesia, la noche del 10 de abril de 1815. En esa fecha, cuando el reloj marcaba las 19:00 horas, la cumbre del volcán Tambora estalló y arrojó una columna de piedras, cenizas y fuego líquido que en poco tiempo extinguió ?en Sumbawa y las islas vecinas?, la vida de alrededor de 60 mil personas.
Aquella explosión se escuchó a dos mil kilómetros de distancia. Según el Índice de Explosividad Volcánica, alcanzó un rango de 7 en una escala de 8. El Tambora tenía 4000 metros de altura sobre el nivel del mar. Tras aquel violento estallido, su volumen se redujo a la mitad: 2,850 metros.
Se cuenta que la lava y los flujos piroclásticos llegaron al mar y desataron un tsunami que barrió las islas y llegó hasta Java.
La erupción del Tambora es considerada la más grande en la historia humana. La nube de ceniza eclipsó la luz del Sol a lo largo de 24 horas. En Indonesia, la capa de ceniza alcanzó tres metros de altura. En Francia, el manto que venía de Indonesia se alzó un centímetro. Muchos años más tarde se encontró en Groenlandia ceniza del Tambora que había dado, varias veces, la vuelta al mundo.
Está documentado todo lo que vino después. Durante el año siguiente, que coincidió con un periodo en el que la actividad solar estuvo por debajo del promedio (a dicho periodo se le conoce como “el mínimo de Dalton”), la temperatura del planeta disminuyó cerca de un grado. El frío y las heladas arrasaron el mundo. En Asia y en Europa murió el ganado y se perdieron las cosechas y los granos. De ese modo comenzó la última gran hambruna que se ha vivido en la Tierra.
Todos los diarios y gacetas del mundo reportaron nevadas, heladas, cosechas perdidas, ganado ahogado o muerto por el hambre, ríos que salían de madre y arrasaban pueblos y ciudades, tormentas que no se habían visto jamás.
“Todo mundo vive asolado y sepultado en la nieve”, informó la Gaceta de Madrid a principios de 1816. “Ha sido tan intenso el frío en la mar este invierno que a varios marineros extranjeros empleados a bordo de buques de la Compañía de Indias se le han helado los pies”.
En medio del hambre y la muerte dejados por la erupción, comenzó a abrirse paso desde el Ganges una de las peores epidemias registradas por la Historia: la de cólera morbo, “la peste del ochocientos”, que asesinaría en el mundo a millones de personas.
El peor momento de la crisis mundial llegó en 1816. Ese año no hubo verano. Fue el año del verano que nunca ocurrió.
He leído por ahí que en ese clima del demonio, un poeta chino escribió estos versos: “El viento frío sopla en los rostros / los padres limpian sus lágrimas / pero en casa no pueden dormir / mientras las aves gimen como ancianos en la noche”. No logro encontrar más referencias sobre el autor (Li Yuyang), pero lo cierto es que del otro lado del mundo Luis XVIII mandaba decir misas para que por fin se fueran las tormentas y volviera a brillar la luz del sol.
Era como si de pronto hubiese caído sobre el mundo un invierno perpetuo. En Madrid, en aquel verano sin verano, la temperatura excedió apenas los diez grados.
1816, con su atmósfera desoladora, es uno de los grandes años míticos en la historia del arte. Ese sol apagado por la ceniza que daba vuelta al mudo hizo que los atardeceres estuvieran llenos de efectos ópticos y por lo tanto fueran distintos a todos los atardeceres que había visto pasar la humanidad. Eran atardeceres desoladores, ocasos extraños, “como muros ensangrentados”, que en Inglaterra quedaron registrados en los cuadros de William Turner.
A orillas del lago Lemán, en Suiza, un grupo de amigos quedó atrapado en una suntuosa mansión, la Villa Diodati, bajo rayos que no cesaban y un clima que parecía anunciar el fin del mundo.
En esa villa, a resultas de una apuesta en la que los amigos se comprometieron a escribir una historia de fantasmas, surgieron dos clásicos de la literatura gótica: “Frankenstein”, creado por Mary Shelley, y “El Vampiro”, de John William Polidori, que sería germen del “Drácula” de Bram Stoker aparecido en la otra punta del siglo.
Contra lo que pudiera esperarse, el hombre que incitó aquella apuesta, el misterioso poeta Lord Byron, no logró terminar su relato de terror o acaso no escribió nada memorable.
Pero hay un poema suyo que recuerda aquellos días en el que mundo oscureció, y que contiene estos versos: “Tuve un sueño, que no era del todo un sueño / el brillante sol se había extinguido y las estrellas / vagaban apagándose en el espacio eterno. / Sin luz y sin aurora, la helada Tierra / oscilaba ciega y negra en el cielo sin luna”.
El año del cielo sin Luna dejó toda clase de impensables consecuencias en el mundo. La sensación inmensa de vulnerabilidad que despertó en la gente le abrió las puertas a esa forma de búsqueda interior que fue el Romanticismo. Hay quien cree que la muerte masiva del ganado, de las mulas, los burros y los caballos, halló una respuesta lógica en la invención de un nuevo modelo de tracción: el velocípedo, presentado por el alemán Karl Drais en 1817.
La actividad impresionante que el Popocatépetl ha presentado de un tiempo a la fecha vuelve a traer algo, un recorte o un fragmento, de esa sensación de vulnerabilidad que hace dos siglos despertó el volcán Tambora. Algo hay en ese fuego antiguo que estalla y crepita en lo alto. Quiero verlo y escucharlo con atención.

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