Adiós para siempre, adiós: la última noche de Sabina en Madrid

La noche del 30 de noviembre, Madrid se convirtió en un punto final inevitable. Desde la distancia, miles siguieron el concierto como quien presencia un capítulo definitivo, ese momento donde la música deja de ser gira y se vuelve despedida. La sensación atravesó fronteras.
El público mezcló edades e historias. Familias enteras se reunieron con un propósito común: ver a Sabina cerrar un ciclo que empezó hace décadas. Algunos llevaban canciones tatuadas en la memoria; otros apenas descubrieron que también les pertenecían.
El escenario recibió a Sabina con un sombrero claro y unos jeans cómodos. Traía los gestos medidos y un brillo extraño en la mirada, como quien sabe que cada minuto cuenta. No lloró, pero la emoción le asomó sin permiso. Cantó con la voz desgastada.
Las primeras complicidades surgieron con “Lágrimas de mármol” y “Mentiras piadosas”. La gente respondió con un coro multitudinario que hizo vibrar al recinto. Luego llegó “Calle Melancolía”, envuelta en un sonido dulce que tocó a miles. Sabina pidió coros y el pabellón contestó con cariño.
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Más adelante, la noche se detuvo cuando le colocaron una guitarra. Nunca fue virtuoso, pero el inicio de “19 días y 500 noches” es tan suyo como cada madrugada que retrató. Borja Montenegro sostuvo los acordes y la emoción se desbordó. Muchos recordaron desamores, errores y despedidas propias.
Algunos lloraron sin ocultarlo. Otros soltaron risas nerviosas. Hubo quienes se abrazaron como si la música cerrara heridas viejas. También hubo silencios necesarios, porque a veces callar es la única forma de escuchar un recuerdo.
En “Camas vacías”, Sabina tomó un respiro tras bambalinas. Mientras tanto, Mara Barros sostuvo la canción con una fuerza que casi rompió. Su voz sonó poderosa, pero sus ojos revelaron el peso emocional de la noche. La despedida no era solo del público.
Jaime Asúa siguió con “Pacto entre caballeros”, un guiño a viejas noches de rock que marcaron la carrera de Sabina. Fue un momento de camaradería que recordó la importancia del equipo que siempre lo acompañó arriba y abajo del escenario.
La segunda mitad fue más dura. La voz de Sabina resentía el paso del tiempo y el cansancio acumulado. Se despidió varias veces, consciente de que cada canción podía ser la última. En “De purísima y oro”, su figura adquirió un aire solemne. En “Peces de ciudad”, el público guardó silencio respetuoso.
Con “La Magdalena”, apareció ese universo de historias gastadas: bares con poca luz, moteles en carretera y amores destinados al fracaso. Una realidad ajena para muchos, pero también familiar gracias a sus letras.
El cierre fue un homenaje. Sonaron “El boulevard de los sueños rotos”, “Y sin embargo”, “Contigo” y “Princesa”, que clausuró la noche con una despedida silenciosa. Hubo lágrimas, aplausos largos y una idea compartida: fue el final de una época.
El recinto encendió las luces. La gente salió lentamente, intentando procesar lo vivido. Desde cualquier parte del mundo, quienes siguieron el concierto entendieron lo mismo: la música de Sabina no se va. Permanece en la vida de todos, como un eco que no conoce despedidas.




