Defender el proyecto: la ruta ante la desestabilización
Estamos presenciando momentos muy complejos durante el sexenio de López Obrador, no debe caber duda respecto de esto. Se ha llegado ya al cuarto año de gobierno, y el sector más conservador ha esperado su tiempo para exacerbar contradicciones importantes en torno a la amalgama de interés que produjo la llamada cuarta transformación.
La propaganda política de la reacción ha tenido constantemente un límite esencial, y es que no han podido trazar una ruta en la que su narrativa sea la hegemónica, a lo mucho ha logrado colocar agenda, cosa que anteriormente podían hacerlo con facilidad. Hay muchos factores que determinan eso, y uno de ellos es que perdieron el consenso político al emerger las consecuencias de la crisis económica.
Morena y sus aliados han intentado genuinamente lograr apaciguar los efectos más negativos de esta crisis, impulsando, desmontar lo más urgente de las heridas producidas por el neoliberalismo, pero en un mundo tan convulso como este, la tarea no ha sido nada menor.
Se ha puesto mucho sobre la mesa la posibilidad de sufrir un descarrilamiento a este proceso de transformación. Y es que la tónica que se ha vivido en América Latina es justamente la de los golpes de estados, ya sean blandos o duros, pero que se oponen a una dinámica de recuperación del Estado de Bienestar, de hecho, la lógica en todo el mundo no es esa, sino más bien impulsar mecanismos de despojo más radicales para sostener una subordinación centro-periferia. Gobiernos como el de Andrés Manuel López Obrador son estorbos para las tendencias de estado de excepción planetario.
Por eso es muy importante observar el elemento que han ido trabajando desde la reacción para lograr un consenso que permita disminuir las capacidades de maniobra de este gobierno.
Parece ser que el punto en el que han centrado su atención tiene que ver con la Seguridad Nacional. Lograr captar el interés social respecto de un fenómeno que se consolidó con Felipe Calderón, y que tiene relaciones dentro y fuera del país, el fenómeno de la necropolítica.
Ese proceso económico de despojo realizado por grupos criminales que lograron infiltrarse en grupos políticos dentro del país, y que lograron interconectarse con la economía mundial a través del lavado de dinero en el sistema financiero internacional. Un poderoso grupo de presión que ha podido resistir por el tamaño económico que representan más que por el tamaño de violencia política que pueden generar, que, aunque es mucha, no se compara con el excedente económico que manejan.
La propuesta de la Guardia Nacional, primero, y después el de mantener al ejército en labores de protección ciudadana, son formas que expresan que el conflicto sigue latente. No es un secreto que existen regiones en donde el Estado no puede llegar con sus programas, pero que el crimen organizado logró generar ciertos beneficios. No solo, hay regiones que son azotadas por el cobro de cuotas, en donde el sistema tributario criminal es más fuerte que la misma Hacienda.
Estamos ante una anomalía profunda, el Estado neoliberal creó este sistema del cual se alimentó para poder sobrevivir, pero que ahora ha adquirido una fuerza superior y reclama un sitio de mayor preponderancia. Esto hizo que las propias instituciones, desde la Policía Federal hasta el ejército mismo, tuvieran elementos involucrados en estas acciones. La nueva legalidad que se impulsa desde el legislativo es el intento por absorber esta contradicción.
Por eso insistir en el falso debate sobre la militarización es no querer observar que no es el ejército en sí el que quedó inmerso en esta dinámica, sino el Estado mismo. Salir de esto requiere de políticas de desarrollo más profundas que llevan tiempo implementar, y que en cuatro años por más avance que se tenga apenas y se está logrando revertir el daño al tejido social. Su reconstrucción va a depender de más factores.
Hay una militarización de facto en este país desde que el proyecto neoliberal definió una política de despojo basada en la necropolítica. Subvertir este proceso no solo consta de recuperar la rectoría del Estado y avanzar en el bienestar social, sino también en desmontar estas células criminales que alimentan varias economías regionales.
Por eso se ha vuelto tan complejo luchar contra ellas, habría que entender que existe incluso un consenso dentro de ciertos sectores sociales por mantener en pie esta dinámica, algunos por sobrevivencia, otros por las grandes ganancias, pero todos dispuesto a pagar el precio de la violencia política.
Esta es una debilidad estructural producida en el marco del neoliberalismo, pero que el gobierno de la cuarta transformación ha tenido que heredar. Por esto es indispensable lograr captar que el momento en que vivimos en donde la reacción ha logrado empezar a permear primero como propaganda, pero ahora con elementos sensibles que tienden a mostrar las contradicciones más agudas de este delicado proceso.
Por lo menos han sido tres las dinámicas que han sostenido esta nueva narrativa: la primera es que la militarización del gobierno de López Obrador lo identifica como un sistema autoritario; la segunda es que la justicia en el caso Ayotzinapa podría quedar a la deriva por las presiones del ejército; y la tercera es la presión que empieza a generar la revelación del sistema de inteligencia de un sector del ejército a través de la filtración del grupo de hacktivistas denominado Guacamaya.
En términos sociales se están formulando mensajes en primer lugar como si la política de abrazos y no balazos fuera una política que no está basada en un sistema de inteligencia eficaz, por lo tanto, su efecto va dirigido a producir desencanto. En segundo lugar, se busca
establecer una masa social dispuesta a aceptar un nivel de violencia mayor para poder contener la presunta amenaza de un crimen desbordado. Y, en tercer lugar, este, quizás el más importante, va dirigido a perder legitimidad dentro de sectores sociales de la izquierda para desde ahí producir un quiebre entre el movimiento social y el movimiento estado céntrico que ahora se juega en Morena.
Habría que asumir que existe un cierto desgaste de la voz presidencial, por lo que debe de compensarse con voces críticas dentro del gobierno que empiecen a asumir un liderazgo de transición. El poder presidencial sexenal tiene esta dinámica, y quienes están generando las contradicciones lo saben.
La defensa de las banderas del movimiento debe de recaer en más actores políticos, pero esto no puede suceder si la disputa es por ver quién es la corcholata, lo que importa en estos momentos de tanta tensión es organizar el programa de gobierno y asumir todas estas contradicciones para construir una salida histórica. Las presiones crecerán, y si no hay respuestas a los grandes problemas, que son reales, el proceso de transformación puede empezar a erosionarse. Hay tiempo, el momento exige regresar a las bases.