Porque alguien creyó ver o escuchar algo: el país del linchamiento

0
943
En Tercera Persona

En marzo de 1935 el maestro David Moreno Herrera fue linchado por una turba en Aguascalientes. Habían ido por él hasta su casa. Lo sacaron a rastras, le prendieron fuego a sus muebles y sus libros, lo golpearon hasta matarlo y colgaron su cuerpo de un árbol.

Moreno se sumó a lista de maestros que entre 1934 y 1940 fueron linchados en estados como Puebla, Michoacán, Jalisco, Querétaro, Guanajuato, Morelos y Chiapas.

Su delito había sido promover la nueva política educativa impulsada por el cardenismo, la educación socialista, que en innumerables comunidades del país fue leída como un ataque a las creencias religiosas del pueblo.

En esos días la prensa se pobló de relatos sobre linchamientos. Los maestros eran acusados de inculcar ideas perniciosas, de profanar imágenes religiosas, de usar incluso las iglesias como establos.

El artista Leopoldo Méndez, con apoyo de la SEP, lanzó una dramática colección de litografías agrupadas bajo el título: “En el nombre de Cristo… han asesinado a más de 200 maestros”.

En los primeras décadas del siglo XX, en México fueron linchados también ingenieros que fueron a restaurar la pirámide de Cholula —porque había rumores de que su verdadera intención era destruir la iglesia construida sobre esta—, comunistas y protestantes que predicaban en público, así como agentes gubernamentales que parcelaban ejidos para llevar a cabo la reforma agraria (la cual atentaba seriamente contra el poder de caciques y terratenientes locales, y que muchas veces fueron promovidos por estos).

Las campanas sonaron en los pueblos, las antorchas se encendieron, y machetes y palos salieron a relucir con el arribo a las poblaciones de integrantes de los comités de reclutamiento, tras la entrada en vigor del servicio militar obligatorio, y con la llegada de brigadas que combatían con el llamado “rifle sanitario” la epidemia de fiebre aftosa que diezmaba al ganado mexicano.

En Senguio, Michoacán, médicos y militares fueron brutalmente linchados en 1947, por el descontento que provocó el sacrificio de animales enfermos: 500 personas enardecidas despedazaron aquel día a los integrantes de la brigada sanitaria, y a uno de ellos le sacaron los ojos. Dos años más tarde, una tragedia semejante ocurrió en Temascalcingo, Estado de México: más de 600 personas despedazaron a dos médicos estadounidenses que formaban parte de la comisión para la erradicación de la fiebre aftosa.

Gema Klope-Santamaría, historiadora especializada en violencia, ha recogido en un libro de claridad deslumbrante, En la vorágine de la violencia (Grano de Sal, 2023), la historia de los linchamientos en el México posrevolucionario. El libro propone que la mayor parte de estos no ocurrieron por ausencia del Estado, sino precisamente por lo contrario: como una forma de defenderse de este. Según Klope-Santamaría, se trató de una forma de resistencia: una reacción a la intervención del Estado, el asesinato tumultuario como una forma de preservación del statu quo.

La historiadora localizó también, en diarios publicados entre 1930 y 1960, una segunda forma de castigo colectivo: el linchamiento de alcaldes, policías, militares, políticos y caciques, “actos de justicia” desatados por el abuso, la manipulación, la explotación y la corrupción. Un caso célebre es el ocurrido en 1959 en Ciudad Hidalgo, Michoacán, en el que el cacique Aquiles de la Peña fue linchado luego de que se difundiera el rumor de que había mandado envenenar el agua. Aunque sólo había en el pueblo un intoxicado, azuzada por años de agravios y resentimientos, la muchedumbre asaltó y quemó la casa del cacique, lapidó a sus pistoleros, ¡desplumó a sus pavos reales! y a él lo dejó convertido en una masa de carne desfigurada a golpes, culatazos y tiros.

Hay una suerte de linchamientos autorizados por el Estado como una forma de legitimar la violencia extralegal: Klope-Santamaría refiere casos en que, de manera abierta, funcionarios públicos, representantes del gobierno, agentes de policía, jueces, presidentes municipales y otras figuras de autoridad organizaron, toleraron, impulsaron linchamientos: fueron ellos mismos quienes tocaron las campanas para convocar a las muchedumbres o sacaron a los acusados de las prisiones para entregarlos a las turbas que los esperaban a la luz de las antorchas, “como una forma de gobernanza y control social”.

México linchó a criminales sanguinarios, a violadores, a robachicos, a descuartizadores. A los llamados “sátiros” que violaban niñas. La nota roja celebró estos linchamientos “como una respuesta aceptable, incluso desde una perspectiva moral”. Las historias de “monstruos” y “chacales”, de “brujas”, “nahuales” y “chupasangres” cuyas transgresiones sociales provocaban y amplificaban la náusea, contribuyeron a hacer tolerables formas ilegales y expeditas de “obtener justicia”. El destino de muchos criminales no lo decidió la ley, escribe Klope-Santamaría, sino “la cultura del castigo que se había arraigado en el México posrevolucionario” y que sigue apareciendo cíclicamente en México en un contexto en el que, cada vez más, las autoridades son percibidas como inútiles, corruptas e incapaces de ofrecer justicia.

En la vorágine de la violencia descrita por la historiadora inquieta la persistencia de linchamientos desatados por rumores, o por el testimonio de una sola persona. Cientos de mexicanos han sido linchados porque alguien creyó ver o escuchar algo.

En sólo seis años, de 2016 a 2022, más de 1,600 linchamientos han sido documentados en el país. Habitamos el país con mayor número de casos en América Latina. Los atribuimos a “ausencia del Estado”.

El libro de Klope-Santamaría parece probar que esta forma de violencia, en realidad, ha formado parte de la construcción del Estado: una forma de control social, y político.
Estamos, en efecto, en la vorágine de la violencia.

 

AT

Autor