Quemada en estatua

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Ana María Hernández fue quemada viva dentro de su casa, en el municipio de Chimalhuacán, en el Edomex, hace apenas tres meses: el 14 de diciembre de 2022.

La mujer de 40 años, sordomuda y con discapacidad motriz, dependía por completo de su padre. Esa noche, sin embargo, se había quedado sola.

Un individuo que había tenido problemas con el padre de Ana María, contaron los vecinos, se acercó al inmueble de madera y lámina en el que ella dormía, y le prendió fuego.

Su cadáver quedó irreconocible.

El 24 de diciembre de ese año, María del Pilar Pineda salió de su domicilio en Minatitlán, Veracruz, para pasar la Nochebuena al lado de su hijo. A partir de entonces, la mujer, de 54 años, no contestó el celular; tampoco respondió mensajes.

Su cadáver fue encontrado dos días más tarde en un basurero de la carretera Coatzacoalcos-Minatitlán. Tenía signos de violencia y calcinación. Su propio hijo la había asesinado.

Entre enero y junio de 2022, un promedio de 7.8 mujeres fueron quemadas cada mes en México. Durante algunos meses, la prensa llegó a registrar dos o tres casos por semana.

A Erika la quemaron en febrero dentro de su domicilio en Saltillo, Coahuila: su pareja, Raymundo “N”, la había atado a una silla antes de prenderle fuego.

El cadáver de Arith Alejandra fue hallado tras seis días de búsqueda, cuando el cuerpo de bomberos de Hermosillo recibió el reporte de que los restos de una mujer ardían en la vía pública.

Por los mismos días llegó a la Secretaría de Seguridad Ciudadana de la CDMX la noticia de que en Pedregal de Santo Tomás, en Tlalpan, había un cuerpo envuelto en una cobija. El cadáver se hallaba calcinado por completo.

También en Santiago Papasquiaro, Durango, apareció el cadáver de una mujer cubierta con una cobija. Llevaban cinco días buscándola. La habían quemado por completo.

3,754 mujeres fueron asesinadas en México en 2022, en medio de un clima de odio e impunidad prácticamente absoluto. Más de mil feminicidios marcaron uno de los años más violentos en la historia reciente de México.

El sábado, simpatizantes del presidente López Obrador quemaron una efigie que representaba a la ministra presidente de la Suprema Corte de la Nación, Norma Piña Hernández.

Las imágenes circularon a través de fotografías y videos tomados al cierre de la concentración llevada a cabo en el Zócalo por el 85 aniversario de la expropiación petrolera. “¡Fuego, fuego!”, gritaban los fanáticos, enardecidos.

Eran videos sobrecogedores en medio del horror que hoy se vive en México: imágenes dignas de la Edad Media que hacían pensar en los “quemados en estatua” por el Santo Tribunal de la Inquisición.

No tardaron en aparecer los normalizadores de la violencia, los defensores a ultranza que arguyeron que en México la quema de figuras formaba parte de una antigua tradición popular.

Un año después de que la Inquisición fuera instalada en la Nueva España (1571) había más de 400 mandamientos para aprehender a personas acusadas de blasfemia y herejía. Entre los acusados –sigo al historiador José Toribio Medina y a su exhaustiva “Historia de la Inquisición en México”– había personas que habían dicho “que no solo a Dios había que acudir en nuestras necesidades”, “que los hombres no habían de confesarse con otros hombres, sino con Dios”, y que “Adán no pecó por la manzana, sino por la lujuria”.

En la lista de acusados figuraba un tal Pedro Trejo, cuyo pecado consistía en “haber tratado de enmendar dos versos de los Salmos de David”.

Como se sabe, nada ponía a un hombre a salvo de la persecución del Santo Oficio. “La muerte misma no era poderosa barrera para separar a la víctima de sus verdugos”. Mucho tiempo después de muerto, un hombre podía ser delatado ante la Inquisición.

Los alguaciles iban entonces a profanar su tumba para arrastrar sus huesos a la hoguera. Cuando el acusado no podía ser hallado, se creaban efigies o figuras que los representaban, y que llevaban, “en letras grandes en la espalda”, los nombres de los acusados.

En el auto de fe llevado a cabo en marzo de 1649, fueron llevados a la hoguera –colocada, por cierto, en donde hoy se encuentra la Suprema Corte de Justicia– las estatuas de 67 reos que habían muerto en las cárceles de la Inquisición antes de que terminara el juicio, o que aún no habían sido encontrados.

Según la crónica escrita entonces por Mathías de Bocanegra, dichas estatuas, hechas “con arte y propiedad”, fueron quemadas luego de que se condenara a los reos que estaban vivos. Una de esas efigies representaba a un Domingo Rodríguez, muerto cuatro años atrás, y acusado de “no haber confesado un ayuno de la reina Ester”.

En medio de la gritería de la gente, su figura ardió hasta convertirse en cenizas, mientras el Tribunal condenaba “su memoria y su fama”.

A unos pasos de donde todo aquello ocurrió, en pleno siglo XXI, los fanáticos del obradorismo le prendieron fuego a la estatua de una ministra cuya máxima herejía ha consistido en guardar la ley e interponer distancia ante a una Presidencia que se obstina en avasallarlo todo.

En el México violento, feminicida, polarizado de hoy, lo que vimos el sábado es la tradición de las llamas como lenguaje de exterminio, no una inocente tradición de raigambre popular.

Lo que vimos el sábado es lo que el presidente de México ha sembrado con su discurso de odio y su lenguaje violento.

Y eso no se puede justificar. No se puede normalizar.

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