8M: La otra batalla
El 8 de marzo simboliza la lucha de las mujeres por la igualdad de género. Su punto crítico se sitúa en medio de escenarios complejos de las primeras décadas del siglo XX dónde dos causas marcaban el rumbo: el sufragio femenino y la igualdad de condiciones laborales. En 1910, durante la II Conferencia Internacional de Mujeres Trabajadoras realizada en Dinamarca, se establece esa fecha como Día Internacional de la Mujer Trabajadora, en honor a las 129 fallecidas en una fábrica textil de Nueva York. En 1975 la ONU declara de manera oficial el Día Internacional de la Mujer.
La lucha por alcanzar políticas públicas justas sigue y se amplía a distintos ámbitos. Aún con resultados evidentes, falta mucho. Vencer la inercia y resistencia para modificar normas y valores que han organizado históricamente la sociedad, ha implicado mucho esfuerzo y recursos. Este proceso nos ha legado lecciones suficientes para identificar señales de discriminación, opresión y violencia a razón de género, que siguen presentes en interacciones y relaciones sociales, sobre todo las de poder. Pero falta develar otras maneras inadvertidas donde la desigualdad se sostiene en detrimento de las mujeres.
Junto al rol fortalecido en lo laboral y la todavía imperante atribución social como principales cuidadoras de hijos, enfermos y adultos mayores; la nueva condición social de exacerbada positividad juega en contra de las mujeres. La consigna es clara y contundente: “Sí se puede”. No importa la naturaleza ni la dimensión del objetivo. La que no puede es una fracasada, mientras la que busca “cómo hacer” es una emprendedora que gozará de la estima en la sociedad del consumo y la meritocracia que crea la falsa ilusión de que todos los escenarios son similares y que todos y todas contamos con las mismas chances.
Se nos ha convencido que todo es cuestión de actitud y organización. Que la sobrecarga por ocuparnos de trabajo, casa y cuidados es producto de una cualidad de género. Que sentirse abrumada es debido a limitaciones personales. Así hemos confundido la autorrealización con autoexplotación. Somos esclavas de la exigencia, sin libertad para decir “no puedo”, pues conlleva culpa, depresión y baja estima. Esta condición juega en partida doble en menoscabo de mujeres en condición de pobreza que corren con el estigma de no dar el ancho para sobreponerse a su situación. Reciben ellas el reclamo y reproche que merecen las políticas públicas que favorecen la desigualdad social y falta de oportunidades.
Por si fuera poco, la ausencia paterna en las responsabilidades de la crianza es una constante. El término “mamá luchona” (que refiere a mujeres jóvenes, de recursos económicos escasos que sostienen y cuidan solas a sus hijos) se usa frecuentemente de manera despectiva como muestra de la normalización de la ausencia paterna, la poca conciencia sobre la exigencia de los cuidados y su baja estima social. En el mejor de los casos, el término se empuña como motivo de orgullo romantizando la tremenda injusticia. El orgullo en todo caso debiera quedar en el espacio de lo privado, pero a nivel social una “mamá luchona” debería ser símbolo de vergüenza para padres ausentes de sus responsabilidades de crianza. Vergüenza para un estado que falla en la asistencia y apoyo en la labor de los cuidados de mujeres en estado de vulnerabilidad.
En el formato de las sociedades contemporáneas, la virtud de la mujer pasa por todo aquello que debe lograr. Su valor se traduce en rendimiento. El modelo atractivo y seductor de la mujer omnipotente, es el nuevo corsé del que hay que revelarse pues mantiene la desigualdad y asume como limitaciones personales lo que en realidad son fallas tremendas de un sistema. De a poco va dejando de ser la violencia el recurso para someter. Es el convencimiento y la libertad para autoexplotarse y cumplir con la expectativa, lo que toma lugar para sostener el sistema. Es ahí, en el ámbito de la subjetividad, donde sucede otra de las batallas en la lucha de las mujeres.